Me senté a descansar un rato, las piernas me dolían, la espalda, los ojos, los párpados. Era un día extraño, la playa se adentraba hasta la Albufera, la arena escarbaba entre los pinos y succionaba sus humores.
Miraba el horizonte, sólo veía portacontenedores, monstruos de metal, lejos.
El mar parecía papel de aluminio dispuesto a envolverme, una brisa fresca, dulzona, me sacude la cabeza, me despeja, ya oigo mejor, ya veo mejor, ya soy yo.
Sentado a un lado de la duna las hierbas crecian, desordenadas, miles de palitos de colores se arremolinaban a mis pies, como peces, aunque sólo eran basura, desechos de oidos humanos que ni oyen ni escuchan.
Giraba la cabeza de vez en cuando para ver si estaba sólo, me dejaba llevar por el sol, por las nubes, por el mar y pensaba que tal vez tenía todo lo que podía desear, que aquello sólo podría ser el paraíso, un lugar silencioso y lleno de vida, vidas frágiles, vidas que ocultan otras vidas.
Caminé por la orilla, me agachaba y ponía el oído donde rompían las olas como buscando la primera vez, ese sonido puro que sólo yo fuera capaz de oírlo.
Y volvía de vez cuando a girarme como esperando que alguien gritara mi nombre.
Y aún hoy cada día, de cada semana, de cada mes, de cada año, miro el mar, le desafío, le susurro, lo escucho, lo admiro, lo amo; y por un breve espacio de tiempo sueño que alguien grita mi nombre, y sin embargo, sólo el mar constante y poderoso rompe el silencio.
Hasta entonces, camino despacio, muy por el borde, esquivando la espuma, enciendo un cigarro, le pego una calada fuerte, con ganas, con fuerza, el humo penetra rápido en mis pulmones, me mareo, me inunda, me siento despacio, las piernas me duelen, la espalda, los ojos, los párpados…….
AGA